peter futanari

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peter futanari

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futanari

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“Ahí donde no conocen la luz del sol, donde se arrastran pues no suelen caminar, donde unos a otros se han de devorar, ahí, ahí lo encontrarás”.

 

Las palabras que mi madre me dejara escritas en un papel que por los años se había tornado amarillento iban tomando forma, se iban materializando ante mis sorprendidos ojos, incapaces de creer que no estuvieran dentro de un sueño y que un lugar así en verdad existiera. Me había resultado difícil llegar hasta ese punto de la ciudad pues parecía como si nadie quisiera hablar de él, como si todos lo hubieran visitado y al salir bloqueado cualquier recuerdo para al menos poder seguir caminando. Me había costado mucho trabajo dar con ese sitio del que mi dama se expresaba con tan profunda tristeza, pero al fin lo tenía ahí: a unos cuantos pasos y llamándome. Un escalofrío nació en mi espalda y subió vertiginoso a mi cabeza, estremeciéndome, haciéndome recordar las desesperantes líneas de esa carta. No pude evitar sentir miedo y a punto estuve de dar media vuelta y recoger mis pasos, pero me contuve. Cerré los ojos, apreté fuertemente con la izquierda el documento que hasta ahí me había conducido y adelanté mi pie derecho, temerosa pero decidida, a encontrarlo, a asesinarlo.

 

En cuanto la suela de mi zapato tocó el piso de aquel infierno, una extraña corriente recorrió mi cuerpo y comencé a escuchar las voces, esas a las que mi madre describía como susurros que te invitaban a la perdición, como chillidos que te tentaban a pecar, a arrastrarte por el suelo y ser una más de ellos. La luz de la luna que hasta entonces me había acompañado dejó de iluminarme, se perdió entre esos techos de lámina y paja, esos techos que les recordaban a los que debajo de ellos vivían donde se encontraban, asegurándose que jamás soñaran con el cielo, impidiéndoles que imaginaran el poder volar, enterrando cualquier intención de escapar. El blanco de mi blusa y el verde de mi falda adoptaron un tono gris, el mismo tono que cubría puertas y ventanas, paredes y aceras, esas que adivinaba pues mis ojos parecían cubiertos por una invisible banda que no me permitía ver más allá de mi nariz. Los roedores zigzagueaban entre mis pies y mi piel se agrietaba con cada paso. La densa atmósfera, de compuestos de carbono y otros gases tóxicos, me quemaba los pulmones y amenazaba con detener mi camino, con destrozar mi ilusión. Estiré la derecha buscando un muro del cual apoyarme para no caer, y fue entonces que las primeras criaturas de aquel bajo mundo aparecieron y me tiraron al suelo. Eran tres. Eran tres, me rodearon y comenzaron a interrogarme.

 

¿Qué hace un lindo ángel como tú por estos rumbos? – Preguntó uno de ellos.

¿Acaso vienes buscando un poco de placer? – Cuestionó el segundo.

De ser así, has venido al lugar indicado. – Afirmó el tercero y se abalanzó, junto con los otros dos, contra mí.

Seis manos empezaron a cubrir mi cuerpo de sucias y toscas caricias que me marcaban como si sus dedos fueran ardientes brazas. Mis prendas eran rasgadas por cada arrumaco de sus garras y pronto me quedé en ropa interior. Al verme nada más en sostén y bragas, los tres hombres, si se les puede llamar así pues su apariencia no era la de tal, se detuvieron a admirarme. Las ratas se comían mi blusa y mi falda mientras ellos se relamían los labios con sus lenguas de serpiente, y frotaban sus abultadas entrepiernas. Toda esa valentía y esa rabia por la que había iniciado mi búsqueda y las cuales me habían llevado hasta ese lugar ya no estaban. No podía encontrarlas, me las habían arrancado esos tres monstruos junto con la ropa. De mis ojos cayeron las primeras lágrimas y de uno de los pantalones salió la primera verga: larga, gruesa y desafiante como la de una bestia. Y a esa primera le siguieron las restantes, de dimensiones no menos impresionantes y atemorizantes. Me pensé perdida, me creí acabada.

 

Abre tu boquita, preciosa. – Me ordenó el primero en mostrar su arma.

No, mejor que abra las piernitas. – Dijo el último en sacarla.

¿Para qué decidirnos por uno de sus agujeros si ésta linda niña tiene tres y tres somos nosotros? Démosle por todos ellos, follémosla hasta matarla de placer, o de dolor que es mejor. – Propuso el tercero.

“De entre las sombras una bestia tras otra saldrá, intentando de tu cuerpo apoderarse. El miedo por tu sangre viajara y tus manos parecerá que no podrás mover, pero estás palabras recordarás, y con el filoso brillo de la cruz a todas has de exterminar”.

 

Ahí estaban otra vez las palabras de mi madre, esas impresas en el amarillento papel que aún apretaba en la izquierda, el mismo que desde niña leía y cuyo contenido había memorizado. Ahí estaban otra vez sus palabras, alentándome, marcándome el camino, pero ¿cuál camino? ¿Cuál filoso brillo de la cruz? Los tres demonios de impresionantes miembros se movían con atormentante lentitud hacia mí y yo no comprendía el significado de esas líneas que aunque sencillas me ocultaban algo. Con cada centímetro que de mí estaban más cerca esas bestias ya no sólo sus lenguas eran de serpiente, sino también sus penes, los cuales derramaban un blanco veneno que al caer sobre el asfalto formaba pequeños hoyos de donde nacían cucarachas y otras alimañas. Mis piernas temblaban y mi mente creaba múltiples imágenes simulando mi muerte, pero eso no era lo peor: mi sexo daba indicios de humedad y parecía estar llamando a aquellos monstruos como si los deseara, como si los necesitara, como si hubiera estado esperando por ellos. Las voces incitantes, los susurros tentadores, se escuchaban con más fuerza en mi cabeza y mis pezones se endurecieron. Los vellos de mi pubis atravesaron la tela de mis pantaletas y me obligaron a abrir las piernas, que poco a poco y en contra de mi voluntad fui separando al igual que mis labios y mis nalgas, para recibirlos, para complacerlos y morir de placer o de dolor.

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Lancé al viento la carta que antes apretara con tanta fuerza. Yo misma me quité el sostén y le mostré mis pequeños pechos a esos a quienes ansiaba sentir dentro, incrementando su lujuria y sus tamaños. Fue entonces que cayó al suelo el rosario que entre mis senos guardaba y del cual me había olvidado. Un intenso resplandor brotó de éste y lo cubrió todo, cegándonos por un momento a los cuatro. Cuando mis ojos vieron otra vez, me encontré con que la reliquia que mi madre me dejara junto con la carta antes de morir, se había convertido en una espada de fina y blanca hoja. La tomé, aún sorprendida, y apunté con ella a las tres criaturas de la noche.

 

De un solo y rápido movimiento, les arranqué de tajo lo que salía por sus braguetas. Los tres miembros cayeron sobre el cemento y tal como si fueran serpientes agonizantes, se retorcieron hasta morir. Los dueños se retorcían por igual, pero mojando todo con los chorros de sangre que como fuentes brotaban de sus pantalones. El líquido carmesí empapaba las paredes, los pisos y mi cuerpo. Las rojas gotas resbalaban desde mi frente hasta mis piernas, acariciando mis incipientes senos y penetrando mi aún húmedo sexo. Aquellas que pasaban por mis labios las recogía con mi lengua y las bebía imaginando que eran las de él. De tan sólo pensar lo que sentiría cuando en verdad terminara con su vida, me convulsioné de placer y estallé en medio de un clímax que incrementó el volumen de las voces, los susurros y chillidos. La espada que cargaba en la diestra perdió un poco de brillo y mis bragas fueron a dar al piso sin que nadie me las quitara. Me acerqué a los moribundos y deteriorados cuerpos de quienes antes pretendieran follarme hasta matarme de placer o de dolor y perforé uno a uno sus estáticos corazones con mi arma.

 

Cuando las criaturas dejaron de existir, cuando ya no había posibilidad alguna de que volvieran a ponerse de pie, otras bestias salieron de entre la oscuridad de los callejones que rodeaban el lugar y devoraron enteros los esqueléticos cadáveres. Las ratas se hicieron cargo de lo que minutos atrás fueran imponentes falos, y en poco tiempo de mis atacantes no quedaron ni siquiera manchas de sangre, pues ésta sirvió como bebida a falta de un buen vino.

 

Una vez escaseada la comida, las decenas de demonios que escupieran las sombras me miraron fijamente y en sus ojos pude leer sus intenciones sádicas y crueles. Todos observaban mi frágil y juvenil desnudez con hambre de sexo y sed de plasma. Pensaban en perforar mi virginidad y después arrancarme las extremidades, en hundir sus monstruosas hombrías en mi garganta y desgarrar la carne de mi rostro, en vaciarse en mis adentros para quemar mis entrañas como la atmósfera quemaba mis pulmones. Me observaban de arriba abajo, quietos, esperando el momento indicado para atacar, el instante preciso para lanzarse contra mí y clavar sus colmillos en mi piel después de haber lamido y follado hasta el último de mis rincones. Yo también permanecía inmóvil, luchando contra los desconocidos deseos que invadían mi alma diciéndome que lo mejor era arrojar la espada y dejarme llevar por la lujuria. Luego de tensos minutos de expectación, ellos fueron los primeros en actuar. Se proyectaron contra mi compacta y delgada anatomía y yo los recibí con el filoso brillo de la cruz, justo como mi madre lo había predicho.

 

Brazos, piernas y cabezas volaron por doquier y la sangre de uno y otro bañaron mi cuerpo, pegándose a él cada vez más, cubriéndolo como una segunda piel, como una rojiza y tibia piel.

 

Así fue reduciéndose el número de agresores y aumentando el de víctimas. Con cada corte, con cada movimiento de la espada, mis habilidades de guerrera crecían pero también las ganas de sentir una buena verga taladrando mi inexplorada gruta, quebrantando mi misión y arrastrándome a la oscuridad. Con cada muerte, con cada cuerpo partido en dos, mi anhelo de venganza le iba dando paso a una incontrolable ansia de placer que poco a poco apagaba el resplandor del arma que cargaba con cada vez menos fuerza, con cada vez menos decisión. Y para cuando culminé con todos los demonios, o al menos con todos los que habían decidido atacarme, para cuando se presentó su líder, ese a quien en primera instancia buscaba, ese que a mi madre había destrozado, las voces en mi cabeza se habían transformado en gritos y cada poro de mi piel me pedía sexo.

 

Reuniendo los trozos que de mi objetivo aún quedaban, corrí a su encuentro con mis pechos contoneándose y mi entrepierna llamándolo. Levanté el sable por encima de mi cráneo para después dejarlo caer sobre su pecho, pero a medio camino me detuve. No pude hacer lo que en un principio me condujera hasta aquel lugar, y lo que fue peor, me atreví a levantar la cara y mis ojos se toparon con los suyos, hundiéndome en su azul profundidad mientras escuchaba por última vez las palabras de advertencia de mi madre.

 

“Cuando lo tengas frente a frente, a los ojos no deberás de mirarlo o todo lo que no sea ellos para ti dejará de importar. Cuando estés cerca de él, perfora con la cruz su muerto corazón o la muerta serás tú, o tu alma como la mía robará y a otra generación con tu desgracia arrastrarás”.

 

Eres idéntica a ella – aseguró -: los mismos ojos negros, la misma blanca y ardiente piel cubierta de la sangre de mis hijos, los mismos senos pequeños de oscuros pezones, las mismas largas y delgadas piernas y el mismo estrecho y virgen sexo llamándome, deseándome. Y esta espada – dijo cerrando su puño alrededor de la navaja –… ¿en verdad creíste que podrías matarme? No te culpo, además de su infantil belleza, también te heredo su estupidez.

Ese ser que años atrás se robara el corazón de mi madre finalmente estaba frente a mí y yo no podía hacer otra cosa que escucharlo mientras contemplaba su hipnotizante y diabólica figura. Era tal y como en la carta ella me lo describía: uno noventa de estatura, cabello largo y castaño, de piel negra pero facciones de raza blanca, musculatura desarrollada sin llegar a la exageración y ojos azules que te atrapan, que te pierden, que te arrastran. Luego de tanto tiempo de desear ese momento, de tantas noches soñando con tomar revancha por la amargura de esa mujer que me diera la vida y que nunca conociera, de tantos planes y anhelos, no podía mover un solo dedo, no podía apartar la mirada de sus ojos, sus profundos, azules y lindos ojos. No podía tomar esa arma que con su mano izquierda sujetaba y por la cual su sangre se deslizaba hasta llegar a mí, haciéndome arder presa de esas prohibidas pasiones a las que las voces incitantes me invitaban a ceder, a las que ya me había abandonado. No podía levantar esa arma que cada vez brillaba con menor intensidad y acertarle un golpe que le permitiera a mi madre descansar en paz. Me era imposible resistirme a la poderosa atracción que sobre mí él ejercía y me fue aún más imposible cuando su lengua comenzó a lamer mi piel limpiándola de la sangre de sus hijos, como los llamaba. Recorrió desde mi frente hasta mis pies y entonces fue su saliva la que me cobijó y ya no pude resistirme más, ya no pude aguantar ese fuego que me quemaba por dentro y me exigía ser apagado con el frío de su esencia. Le pedí que entrara en mí, le rogué que me poseyera y terminara de hundirme en los infiernos, pero a él le gustaba hacerlo con paciencia, hacerlo lento.

 

No desesperes, mi niña, hay más tiempo que vida. Créelo, te lo digo yo que ya estoy muerto. – Señaló, descendiendo su boca hasta mi sexo y sin parar su mano de sujetar mi espada.

Su lengua parecía que fueran diez y se movía con maestría por dentro y fuera de mi entrepierna, enloqueciéndome con cada roce y de mi madre ya ni los recuerdos, se había esfumado de mi mente y ya no sabía de quien se trataba cuando él hablaba de ella.

 

¿Quieres saber como es qué ella vino hasta mí? – Me preguntó sin obtener respuesta – Vino siguiéndome pues yo me había bebido al que seguramente habría sido tu padre si la buena carne no fuera tan escasa por estos lares. Empuñaba esta misma arma que ahora corta la palma de mi mano y con la cual acabó con varios de mis hijos justo como tú lo has hecho hace un rato. Intentaba matarme, igual que tú lo pretendías cuando te adentraste en la oscuridad que nos rodea. Lo intentó, pero cayó rendida ante mí y me rogó que la poseyera como ahora me lo ruegas tú. Las dos son unas zorras cuya sed de sexo es más grande que sus ganas de venganza. Las dos son basura, como basura es el resto de la humanidad. ¿Dónde estaba el amor que decía sentir por ese desdichado al que salve de vivir junto a ella cuando me bebí su sangre? ¿Dónde estaba ese amor cuando gemía con mi verga enterrada entre sus piernas? ¿Dónde estaba y dónde está ahora el que supuestamente tú sientes por ella? ¿Dónde está? ¿Escondido entre tus pliegues? ¿Oculto entre estos jugos que derraman tus ansias de sentirme dentro? ¿Ahogado en medio de tus ganas? ¿Perdido al igual que tu ropa? ¿Olvidado como tu propósito? Sí, eres igual a ella e igual a todos: débil y corruptible.

Los sonidos que emanaban de su boca chocaban directamente contra mi vulva y mi cuerpo se contorsionaba. No lo escuchaba, pero si lo sentía, lo necesitaba. Volví a rogarle el que me hiciera suya se lo volví a rogar.

 

Por favor, no me tortures más. Quiero tenerte dentro, quiero saberme tuya, quiero sentir tu pene moverse en mi interior y arrancarme la vida con cada estocada. Lo quiero ahora, por favor. Lo quiero ahora. – Le supliqué.

¿En verdad lo quieres, mi niña hermosa? ¿En verdad lo quieres? Pues pídemelo otra vez. Arrodíllate y suplícame por ello, arrástrate como la serpiente que eres y besa mis pies como el Dios tuyo que soy. – Me ordenó apartándose de mí.

Por favor, te lo ruego, hazme tuya – le pedí después de arrojar el sable contra el muro, revolcándome por el suelo y besando sus pies –. Mátame después si así lo quieres, pero no me prives del derecho de sentirme tuya, del placer que a de ser el tenerte dentro. Por favor.

Pídemelo de nuevo y dime amo. – Me exigió desabotonando sus pantalones.

Por favor, fóllame hasta que no lo resista más, hasta que tu semen brote de mis ojos, de mi nariz y de mis oídos. Por favor, te lo ruego. Por favor, amo. – Obedecí liberando su falo y alcanzando a darle un lengüetazo antes de que me tomara por el cuello y me levantara como si mi cuerpo pesara lo de una pluma, para después dejarme caer sobre su ingente miembro y destrozar con él mi sexo.

Cumpliendo finalmente mis suplicas, la bestial cogida dio inicio y su petrificado pene comenzó a salir y entrar de mi hasta entonces virgen gruta, proporcionándome un enorme placer que sólo se comparaba con el dolor que me provocaban las heridas que son sus embestidas me infligía. Con mis piernas rodeando su cintura, mis brazos colgados de sus hombros, mis incipientes pechos presionados contra su torso y mis labios recorriendo su cuello, dejé de ser una niña para ser un despojo, tal y como mi madre lo hiciera años atrás, tal vez en la misma posición e incluso parados sobre el mismo lugar, pero de ella ya ni me acordaba, una extraña melancolía llenaba mi alma perdida, por no haber cumplido con lo que con tanto dolor en su carta ella me pedía, más no sabía yo que era tal cosa, no sabía ya ni quién era o para qué vivía y sólo me importaba él: ese ser de hipnotizante y diabólica belleza que no paraba de moverse entre mis piernas, que no paraba de hacerme gozar y destrozarme al mismo tiempo con ese sabor agridulce que tiene el sexo prohibido, el sexo siendo tú una adolescente y él todo un hombre con siglos y vidas de experiencia, el sexo siendo él mi padre y yo su hija, de nacimiento y no de sangre como los que minutos antes partiera en dos con el filoso brillo de la cruz.

 

¡Ah¡ ¡Sí¡ – Exclamaba yo, totalmente poseída por el placer.

Así, mi niña, gime como la gran puta que eres, como el despojo humano en el que te convertirás al no tenerme. – Decía él, mordiendo mi oreja y perforando cada vez más hondo mis entrañas.

Las bestias que permanecían escondidas entre la oscuridad de los callejones o dentro de esas casas de techos de lámina y paja, nos fueron rodeando. Sus frías y dolorosas miradas se clavaban en mi cuerpo anunciando lo que después del clímax vendría, lo que después del punto máximo de goce me esperaba, pero yo no reparaba en ellos, lo único que existía en ese momento para mí era su verga taladrando mis adentros y sus ojos, sus profundos, azules y lindos ojos recordándome la sabandija en la que con cada arremetida de su parte yo me convertía y que tampoco me importaba. Mis energías estaban concentradas en el tan cercano orgasmo, ese que llegó cuando su semen me inundó el interior para luego, tal y como yo se lo había pedido, derramarse por mis ojos, nariz y oídos, dejándome ciega, sorda y sin la capacidad de oler, razón por la cual no pude distinguir el aroma a muerte que trataba de decirme que tomara de nuevo la espada y me defendiera de su ataque, de ese cortar mi cuello con sus uñas y arrojarme al suelo para que me devoraran sus bestias, esa ofensiva de la que no me percaté hasta que observé mis brazos y mis piernas en las fauces de aquellos monstruos y los hocicos de las ratas en mi sexo y senos.

 

Que tengas dulces sueños, hija mía. – Me dijo antes de despedirse y dejarme ahí tirada: al borde de la muerte y sufriendo hasta el último aliento por su ausencia, al igual que mi madre pero con la diferencia de que yo no tendría una hija a la cual pedirle mi venganza, lo cual me pareció bueno pues, sin contar que tal vez a ella como a nosotras le resultaría imposible acabar con él, yo lo amaba y la idea de imaginarlo muerto, más de lo que ya estaba, me dolía más que aquellos colmillos clavándose en mi piel y bebiéndose mi sangre.

Ese papel amarillento en el que mi dama escribiera sus últimas palabras, se perdió con las hojas de otoño. Ese crucifijo que se volviera un arma y que a final de cuentas no sirviera para mucho, regresó a ser una cruz que se hundió en la oscuridad total que volvió a reinar en aquel lugar después de apagarse su brillo. Esos ojos, esos profundos, azules y lindos ojos me dieron la espalda y se alejaron de mí para siempre, haciendo insoportables los últimos segundos que tuve antes de ser por completo devorada. Ese amor que por él nació a pesar de no saber ni su nombre, a pesar de ser mi padre, mi amante y mi asesino, se elevó entre los compuestos de carbono y otros gases tóxicos buscando la luz de la luna, buscando un escape rumbo al cielo. Se elevó y se elevó hasta chocar con uno de aquellos techos de lámina y paja que les impedían a esas bestias soñar. Se elevó y se elevó para después precipitarse contra el piso y mezclarse con los restos de sangre que de mí habían quedado, con los pocos sesos que de mi cerebro habían dejado y las pocas tripas que de mis entrañas no se habían tragado. Se elevó y se elevó hasta que ya no pudo más, hasta demostrar lo débiles que somos al amar. Hasta regresar al suelo que es a dónde pertenecemos y de dónde nunca deberíamos haber salido. Ese amor que no era amor sino odio convertido en una confusa obsesión que me condujo hacia la muerte, se esfumó junto con la vida que había en mi mirada, esa chispa que como la basura que era, que como el despojo en el que me había convertido, en uno de mis ojos que rodaba por la acera ya no se reflejaba, que como yo ya no existía y entre la densa atmósfera vagaba, pues no podía subir ya y más bajo no podía caer. Los demonios y las ratas se escabulleron cuando de mi carne no quedaron más que sobras y yo me quedé ahí: sin saber por qué había llegado, sin saber por qué había muerto, sin saber para qué había vivido. Entonces él se volvió, y mirando hacia donde antes yo estuviera, derramó un par de lágrimas para nunca más llorar.

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